jueves, 11 de junio de 2015

El ángel azul


El ángel azul

Carlos F. Reyes

            Llama la atención que no se haya reeditado y difundido profusamente la novela “El profesor Unrat” (1905), del escritor Heinrich Mann. Se trata de una obra que no se conoce por ese título, que probablemente pocos han leído, pero que muchos asociarán con la película “El ángel azul” (Der blaue Engel, 1930) y con las largas y esbeltas piernas de Marlene Dietrich.


            Desde las primeras páginas resulta inevitable no sucumbir al drama de este hombre maduro –un maestro de carácter rígido que se siente constantemente amenazado por las burlas de sus alumnos-, que de pronto se enamora perdidamente de una muchacha que pertenece a una condición social inferior a la suya y cuya actividad de bataclana es duramente censurada por la sociedad conservadora de la época.

            El profesor Unrat –apodado “basura” por los estudiantes a causa de su descuidada figura y de un ácido juego de palabras provocado por la semejanza fonética entre su apellido y el mote con el cual lo designan- vive atormentado por la idea de sorprender en falta a sus alumnos para luego castigarlos con severidad.

            En la lectura de esta notable novela se sigue no solo el desarrollo de la acción externa, sino la sorda lucha interior del protagonista que se devana los sesos pensando en la aniquilación de sus discípulos más contumaces. Basta un gesto inusual de un estudiante durante la hora de recreo, un rumor inesperado en la sala de clases, un silencio sospechoso en el aula, para que de inmediato Unrat se ponga a la defensiva.

            No es extraño entonces que el protagonista interprete la natural desidia de los adolescentes ante los deberes escolares como verdaderos ataques en su contra y decida sancionarlos, planteándoles exigencias académicas desmesuradas. Su paranoia no le da respiro. Pasa sus días y sus noches atenaceado por ese insistente diálogo interior que lo hace revivir cada mal rato de la jornada diaria y que lo lleva a pensar en los castigos que va a infligir a los más insubordinados de su clase: a von Ertzum, por su aire campechano tan distante de las letras griegas; a Kieselack, por su arrogancia y espíritu de rebeldía: a Lohmann por su displicencia. En pocas palabras, Unrat detesta francamente al curso entero por ese sentido filial y secreto con que el grupo se resiste a sus métodos pedagógicos, pero, como todo tirano, al mismo tiempo les teme.

            Cierto día, tras encerrar a los más díscolos de la clase en el calabozo –nombre que se da a un pequeño cuarto que sirve de guardarropa-, su atención recae en el cuaderno de uno de los castigados. Al hojearlo con disimulo se encuentra con unos encendidos versos de amor dirigidos a una tal Rosa Fröhlich. A partir de ese momento la condición obsesiva del protagonista no lo dejará en paz ni un solo instante. Al llegar a su casa, repetirá una y otra vez los versos lujuriosos y el nombre de la artista que incita a los muchachos al pecado. Sin poder aguantarse más, se echa sobre los hombros su viejo y raído gabán, y sale a la noche lluviosa en busca de la bailarina. Recorre con ojos ansiosos las callejuelas desiertas que lo llevarán hasta los límites de la ciudad, mientras en el rostro se le dibuja una sonrisa venenosa, preludio de su venganza contra los alumnos.

            Su encuentro con la bailarina de los pies desnudos –que canta en el cabaret El ángel azul con expresión maliciosa: “Como soy tan joven y tan inocente…” ante un público masculino enfervorizado por el alcohol- da inicio a una tormenta interior que le cambiará la vida. A partir de ese momento visitará cada noche su camarín y se irá enredando con la muchacha en  una relación ambigua que lo arrastrará hacia una vida bohemia y sin escrúpulos. En este punto del desarrollo de los acontecimientos, resulta difícil sustraerse a la sensación de caer en un vórtice de horror y deseo morboso. El eximio profesor de griego clásico se transforma en un ente servil que noche a noche se dedica a ordenar la ropa interior de la bailarina mientras ella luce sus encantos ante la mirada ávida de los espectadores.

            Desde otra perspectiva, la tiranía que ejerce Unrat sobre sus discípulos, y que bien quisiera aplicar a todos los habitantes de la ciudad en donde vive, puede ser considerada como una magnífica revelación anticipada de la dictadura que más tarde padecería el pueblo alemán bajo el régimen nazi y que concluiría en un baño de sangre. Heinrich Mann, con aguda percepción y lenguaje preciso, desnuda el alma del déspota, que esconde tras su insaciable sed de castigo y afán de someter a los desvalidos, a un ser feble y atemorizado, a un cobarde en el más amplio sentido del término. Como todo tirano, teme perder el control que le otorga el poder. El miedo al cambio lo paraliza. Sin embargo, este dictador, que ha vivido refocilándose en la práctica diaria de escarmentar a los inocentes, invierte su rol en el juego perverso de las humillaciones cuando cae bajo las garras del amor: Unrat disfruta sintiéndose tiranizado por una bailarina de tercera categoría que lo engaña ante sus propios ojos y que lo pisotea hasta hacerle probar lo más execrable de la condición humana.

            Heinrich Mann tiene el mérito de describir anticipadamente la esencia de tantos dictadores que han cruzado por los escenarios políticos y de quienes finalmente nadie tendrá memoria, porque como apuntó alguna vez García Márquez, “el precio del poder es la soledad”.

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