El
ángel azul
Carlos
F. Reyes
Llama la atención que no se haya reeditado y difundido
profusamente la novela “El profesor Unrat” (1905), del escritor Heinrich Mann.
Se trata de una obra que no se conoce por ese título, que probablemente pocos
han leído, pero que muchos asociarán con la película “El ángel azul” (Der blaue
Engel, 1930) y con las largas y esbeltas piernas de Marlene Dietrich.
Desde las primeras páginas resulta inevitable no sucumbir
al drama de este hombre maduro –un maestro de carácter rígido que se siente
constantemente amenazado por las burlas de sus alumnos-, que de pronto se
enamora perdidamente de una muchacha que pertenece a una condición social
inferior a la suya y cuya actividad de bataclana es duramente censurada por la
sociedad conservadora de la época.
El profesor Unrat –apodado “basura” por los estudiantes a
causa de su descuidada figura y de un ácido juego de palabras provocado por la
semejanza fonética entre su apellido y el mote con el cual lo designan- vive
atormentado por la idea de sorprender en falta a sus alumnos para luego
castigarlos con severidad.
En la lectura de esta notable novela se sigue no solo el
desarrollo de la acción externa, sino la sorda lucha interior del protagonista
que se devana los sesos pensando en la aniquilación de sus discípulos más
contumaces. Basta un gesto inusual de un estudiante durante la hora de recreo,
un rumor inesperado en la sala de clases, un silencio sospechoso en el aula,
para que de inmediato Unrat se ponga a la defensiva.
No es extraño entonces que el protagonista interprete la
natural desidia de los adolescentes ante los deberes escolares como verdaderos
ataques en su contra y decida sancionarlos, planteándoles exigencias académicas
desmesuradas. Su paranoia no le da respiro. Pasa sus días y sus noches
atenaceado por ese insistente diálogo interior que lo hace revivir cada mal
rato de la jornada diaria y que lo lleva a pensar en los castigos que va a
infligir a los más insubordinados de su clase: a von Ertzum, por su aire
campechano tan distante de las letras griegas; a Kieselack, por su arrogancia y
espíritu de rebeldía: a Lohmann por su displicencia. En pocas palabras, Unrat
detesta francamente al curso entero por ese sentido filial y secreto con que el
grupo se resiste a sus métodos pedagógicos, pero, como todo tirano, al mismo
tiempo les teme.
Cierto día, tras encerrar a los más díscolos de la clase
en el calabozo –nombre que se da a un pequeño cuarto que sirve de guardarropa-,
su atención recae en el cuaderno de uno de los castigados. Al hojearlo con
disimulo se encuentra con unos encendidos versos de amor dirigidos a una tal
Rosa Fröhlich. A partir de ese momento la condición obsesiva del protagonista
no lo dejará en paz ni un solo instante. Al llegar a su casa, repetirá una y
otra vez los versos lujuriosos y el nombre de la artista que incita a los
muchachos al pecado. Sin poder aguantarse más, se echa sobre los hombros su
viejo y raído gabán, y sale a la noche lluviosa en busca de la bailarina.
Recorre con ojos ansiosos las callejuelas desiertas que lo llevarán hasta los
límites de la ciudad, mientras en el rostro se le dibuja una sonrisa venenosa,
preludio de su venganza contra los alumnos.
Su encuentro con la bailarina de los pies desnudos –que canta
en el cabaret El ángel azul con expresión maliciosa: “Como soy tan joven y tan
inocente…” ante un público masculino enfervorizado por el alcohol- da inicio a
una tormenta interior que le cambiará la vida. A partir de ese momento visitará
cada noche su camarín y se irá enredando con la muchacha en una relación ambigua que lo arrastrará hacia
una vida bohemia y sin escrúpulos. En este punto del desarrollo de los acontecimientos,
resulta difícil sustraerse a la sensación de caer en un vórtice de horror y
deseo morboso. El eximio profesor de griego clásico se transforma en un ente
servil que noche a noche se dedica a ordenar la ropa interior de la bailarina
mientras ella luce sus encantos ante la mirada ávida de los espectadores.
Desde otra perspectiva, la tiranía que ejerce Unrat sobre
sus discípulos, y que bien quisiera aplicar a todos los habitantes de la ciudad
en donde vive, puede ser considerada como una magnífica revelación anticipada
de la dictadura que más tarde padecería el pueblo alemán bajo el régimen nazi y
que concluiría en un baño de sangre. Heinrich Mann, con aguda percepción y
lenguaje preciso, desnuda el alma del déspota, que esconde tras su insaciable
sed de castigo y afán de someter a los desvalidos, a un ser feble y
atemorizado, a un cobarde en el más amplio sentido del término. Como todo
tirano, teme perder el control que le otorga el poder. El miedo al cambio lo
paraliza. Sin embargo, este dictador, que ha vivido refocilándose en la práctica
diaria de escarmentar a los inocentes, invierte su rol en el juego perverso de
las humillaciones cuando cae bajo las garras del amor: Unrat disfruta
sintiéndose tiranizado por una bailarina de tercera categoría que lo engaña
ante sus propios ojos y que lo pisotea hasta hacerle probar lo más execrable de
la condición humana.
Heinrich Mann tiene el mérito de describir
anticipadamente la esencia de tantos dictadores que han cruzado por los
escenarios políticos y de quienes finalmente nadie tendrá memoria, porque como
apuntó alguna vez García Márquez, “el precio del poder es la soledad”.
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