martes, 23 de junio de 2015

El joven K


    La novela “El castillo” de Franz Kafka comienza cuando K, un joven agrimensor llega a un pequeño pueblo sepultado bajo la nieve. Entra a la taberna, los lugareños lo miran y guardan silencio. Tras dejar sus pesados bártulos sobre el piso, K se siente en la obligación de presentarse y señalar el motivo de su viaje. Con cierto orgullo sostiene que el señor del Castillo, enclavado en la cumbre de un monte próximo, requiere sus servicios. Pese a la desconfianza propia de los pueblerinos ante los advenedizos, le dan una acogida cordial aunque no tan cálida como él quisiera.

     Es invierno y pronto oscurece, por lo cual decide alojarse en la misma posada a la cual llegó. Al día siguiente, se levanta con la energía propia de quien debe realizar un trabajo de la mayor importancia y, sin desayunar, sale al aire frío para divisar a duras penas, en lontananza la masa negruzca del Castillo envuelta en una niebla que parece aislarlo. El joven K no se desalienta: “Total, solo es cuestión de que amaine la tormenta para poder llegar hasta allí”. Regresa a la posada y  trata de comunicarse con el Castillo mediante un teléfono al cual hay que girarle una manivela. A pesar de los chirridos magnéticos que entorpecen la conversación, alguien le confirma su labor aunque con cierta vaguedad pues los canales de comunicación no han funcionado tan bien como él esperaba y por eso su interlocutor desconfía de él mientras hablan.
 

     El joven K deja pasar una semana mientras comienza a conocer a los habitantes del pueblo, pese a lo cual todos los días revisa, limpia y mantiene en perfecto estado su equipo técnico cuidadosamente embalado en largas cajas plomizas que parecen ataúdes.

     Al mes de haber llegado al pueblo, K conoce a una muchacha encantadora que no cesa de sonreírle cada vez que le trae un gran jarro de cerveza allí en la taberna adonde concurren todas las noches los lugareños para intercambiar las últimas informaciones y recordar viejas historias.

     Pese a no olvidar ni por un momento su más importante compromiso que consiste en llegar lo más pronto posible al Castillo para realizar la labor que sólo se le ha encomendado a él, K se permite la libertad de abrir su corazón a la joven de sonrosadas mejillas.

     Varias veces intenta encaminarse hacia el Castillo pero una y otra vez fracasa a causa del mal tiempo, los caminos bloqueados  y la escasez de recursos de un pueblo pobre. Con desaliento ve cada mañana en la lejanía la imagen del Castillo que lo espera y al cual no puede llegar.

     Después de algunos meses de espera tediosa y durante los cuales el joven K ha realizado algunas labores en pro del desarrollo del pueblo, decide casarse. El pueblo se anima, cunde la alegría como la aparición fugaz de un día tibio, todos quieren cooperar y así, la taberna se ilumina para celebrar el casamiento de la muchacha con el forastero.

     Durante la primavera se produce la crecida de los ríos y la nieve que no termina de derretirse hace imposible el tránsito por unos caminos barrosos en donde las ruedas de las carretas quedan atrapadas por el fango.
 
Dibujo hecho por Kafka

 

     La muchacha aguarda su primer hijo y sus energías se concentran en su embarazo mientras el joven K deambula sin destino tras pulir el bronce del teodolito, limpiar los cristales con la fundilla de terciopelo, aceitar los mecanismos de sus delicados instrumentos y guardarlos en sus envases con la ternura de un padre para con el hijo dormido. Camina taciturno y pese a que recibe su paga con puntualidad, se siente disperso y abrumado por no poder cumplir con su compromiso con el señor del Castillo. Se siente inútil mientras los días y semanas se le escurren en esa atmósfera de encierro.

     Al año siguiente, la señora K aguarda su segundo hijo. Es ahora una mujer robusta, de brazos macizos y voz dominante. El joven K enflaquece, incluso enferma de manera grave. El viejo médico del pueblo logra restablecer su salud y a los pocos días se levanta para revisar su equipo y tratar de subir hasta el Castillo.

 

 

     Este es sólo un fragmento reinventado de la novela más angustiante que escribió Franz Kafka, y que no pude terminar de leer porque el relato obsesivo y tan fuertemente marcado por el desaliento me invadió. Antes había leído “La metamorfosis” y “El proceso”, además de algunos cuentos breves que no logré comprender. También había visto la magnífica película de Orson Welles basada en “El proceso”. Desde entonces supe que Kafka sería un hueso duro de roer, entre otras razones, porque su forma de narrar destruye los convencionalismos estéticos del argumento, la trama y el desarrollo del conflicto, aspectos que por cierto no le hicieron ninguna gracia a los críticos literarios de la época.

     Atraído pues por el imán oscuro de sus pesadillas literarias crucé el puente sobre el Moldava para visitar el Museo de Kafka situado casi al borde del río mientras allá arriba de la colina se alzaba el Castillo del rey Carlos IV, artífice de la República Checa.

     El gran problema de Kafka fue su padre. Este era un hombre alto, macizo, enérgico y vital quien se burlaba del cuerpo magro y enfermizo de su hijo. El futuro escritor siempre temió su arrogancia, sus burlas en público, su afán de humillarlo en público con frecuencia.

     Por eso, la “Carta al padre”, que Kafka se atrevió a escribir antes de que su progenitor muriese es un testimonio en carne viva del dolor que vivió este hijo sometido al escarnio y quien, pese a todo, admiraba y quería a su padre.
 
 

 

     En el museo del autor, recorrí con la vista la hermosa caligrafía del escritor quien, además, dedicó parte de su vida al dibujo.

     La Praga de la época estaba conformada por alemanes, checos y una importante comunidad judía a la cual pertenecía Franz. Haciendo honor a su inteligencia solía reunirse con otros intelectuales en casa de Berta Fanta, quien hizo las veces de Mme. De Staël de Praga. Era el comienzo del siglo XX y el arte se fracturaba y caía hecho polvo bajo el impacto de los movimientos de vanguardia europeos. A estas tertulias praguenses asistía el matemático Kowalewski, el filósofo Christian von Ehrensfels, los físicos Philippe Frank y un tal Albert Einstein para discutir acerca de la teoría cuántica, el Psicoanálisis y la Teoría de la Relatividad. Allí tuve el privilegio de ver las escasas fotos del escritor.

     En el museo, pude leer, sin leer, la última carta que escribió en el sanatorio en donde murió de tuberculosis y que debió concluir Dora Diamant, la cuarta mujer del escritor, quien al igual que las anteriores no pudo con la depresión del novelista.

     La presentación que se hace de Kafka en el museo intenta reproducir los sentimientos de temor y angustia existenciales del autor. Hay que recorrer un laberinto que en parte está emparedado por enormes cajas de archivadores que llegan hasta el techo, teléfonos antiguos pegados al muro y que al levantarlos emiten voces de mando. Algunos de esos archivadores están abiertos e iluminados y conservan bajo un vidrio alguna de las obras del autor. La metáfora es evidente. El orden político-social de la época, anticipo de la peor carnicería humana que registra la historia, así como la abrumadora presencia de un padre opresor no pudieron con la creatividad del escritor quien se dio tiempo y maña para eludir a sus carceleros internos y externos.

     Caminar por dicho recinto equivale a convertirse en una rata de laboratorio que busca con ansiedad una salida, una fe, una salvación. Los dossiers tienen nombres escritos a máquina y resulta inevitable que cada cual busque el suyo como quien busca la tumba de un deudo en un cementerio cubierto de placas oscuras. Es una especie de infierno negro que ahoga a cada paso.

      Salí del museo sintiendo tal vez la misma angustia de Kafka quien a su vez es el joven agrimensor quien a su vez es el personaje inculpado en “El proceso” quien a su vez es Gregorio Samsa, el protagonista de “La metamorfosis”, aquel tímido dependiente que despierta convertido en una cucaracha, cuestión que no lo abruma tanto como no saber cómo ponerse los pantalones para salir de casa y llegar a la hora a su trabajo.
 
 

     Movido por un extraño impulso, decidí subir al Castillo que solo se divisa desde la ciudad vieja y no desde este lado del puente, desde la Malá Strana, pero cuya presencia se palpa en el ambiente cargado de misterio. En efecto, en Praga abundan los fantasmas, las historias secretas, los símbolos crípticos que vi grabados en la piedra de la iglesia de la Cruz de Malta desde el Museo de Instrumentos Medievales de Tortura, los secretos de las catacumbas del cementerio judío que tiene ocho niveles bajo tierra. De hecho, por estos días el Teatro Negro presenta la obra “Los fantasmas de Praga”. Es un mundo poblado de mitos, duendes, brujas y seres manipulados por alguna forma de poder, quizá por ello en la capital checa se cultiva masivamente el teatro de marionetas.

     Pese a lo avanzado de la hora decidí subir. Lloviznaba sobre los brillantes adoquines de la explanada que ascendía hacia un punto remoto. El follaje de los árboles del parque, echado a los pies de las murallas del Castillo, se movía con un rumor de mar. Tenía que subir, tenía que golpear los portalones, tenía que entrar a la fortaleza, tenía que conversar con el señor del Castillo, tenía que hacerme oír…
 

 

    

1 comentario:

jorvilches dijo...

...entonces...hay que intentar de nuevo???